Lo más cercano a menudo nos pasa desapercibido porque un mal endémico de nuestra sociedad actual es el afán papanático de exotismo, las más de las veces impostado.
Nos desvivimos por ir a París, a Berlín, a Marrakech... donde nos extasiamos con las bellezas de sus ciudades y donde... nos damos unas sesiones de museos que podrían salir en el Guiness. Bien está la cosa, claro, pero yo siempre me he preguntado por qué esa pasión cultural nos da en el extranjero (y extranjero aquí es apenas salir de nuestra ciudad, que va uno al Museo de Murcia y se mete para el cuerpo doscientas tallas de Salzillo sin epidural) y sin embargo no nos pasa lo mismo en nuestra propia ciudad... muy especialmente en Madrid, experta como pocas en no mirarse ni verse, cuando no directamente en autodespreciarse.
Tal vez tenga esto que ver con que demasiado a menudo ahora disfrutamos de las cosas exclusivamente cuando presumimos con lo que hemos hecho, cuando nuestra satisfacción se culmina al decirle a los otros: ‘cuando estuve en “niu yor”, fui a la Frick, que es lo más... mira qué foto me tomé!... se ve el “sentral park”...’ convencidos del supuesto glamour de nuestra gesta.
Así es, la mayoría de los madrileños vivimos de espaldas a nuestros museos. Como mucho vamos a las exposiciones temporales, una vez más, me temo, por aparentar, porque a ver cómo confiesas que no has visto la tal o la cual que ponen en no sé dónde.
Pero pocos disfrutan de los tesoros que conserva la ciudad.
Bueno, perdón por el exordio/incordio, que decía Jardiel Poncela, pero me parecía de justicia haceros esta recomendación: id a visitar el Museo Lázaro Galdiano. Es una de esas joyas inesperadas que cuanto más la miramos, más matices encontramos en ella, como esos diamantes que cambian de color según la inclinación y la luz.
Este museo era al que me llevaba mi padre de niño porque es integral y humano, manejable, disfrutable. No como esos museos descomunales que parecen almacenes si no sarcófagos por los que uno ha de apresurarse a ver exactamente lo que hay que ver, tal vez con miedo de que si te demoras los guardias te atrapen, te inventaríen y te lleven a los depósitos donde se guardan tantas o más piezas que en los pasillos.
El Museo Lázaro Galdiano es otra cosa. Su edificio es hermosísimo; las colecciones, heterodoxas y extraordinarias (Goya, El Bosco, armaduras, arqueología, bronces, cerámica, relojes, piezas medievales, armería, telas nazaríes, vidrios romanos, higas, libros...); el Jardín Florido, exultante, algo así como un Shangri-la en la Calle Serrano de Madrid; las actividades son diversas y subyugadoras (conciertos de música clásica y contemporánea, talleres para niños y para adultos, visitas temáticas guiadas, exposiciones...). Y todo en una dimensión humana que te invita a demorarte en las piezas expuestas, o en el suelo de los salones, la balaustrada de la escalera, las plantas del Jardín, el precioso ascensor lentísimo, deliciosamente demorado, con su banquito para sentarse mientras asciendes, soñando ser alguno de aquellos artistas esenciales (Galdós, Pardo Bazán, Unamuno, Clarín...) parroquianos de las tertulias de aquella casa mágica...
Id. Id y soñad.
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jaime alejandre
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miércoles, 16 de febrero de 2011
Una joya en tu mano
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